lunes, 30 de mayo de 2011

Neo-Cenicienta (2008)

Le dieron ganas de tirar la escoba al suelo y decirle a la madrastra que se la metiera por donde le pareciera mejor, pero no quería darle la satisfacción de poder criticar sus palabras al marcharse.
Se levantó las faldas del polvoriento vestido para salir con paso más firme, dándole un poco de aire teatral a la escena. Le pegó una patada a la puerta sólo para demostrarse sí misma su propia convicción, aunque no quedó muy bien, porque la puerta se abría hacia adentro. Daba igual. Salió a la calle con lo puesto, dispuesta a tomar las riendas de su propia vida, a mantenerse a sí misma, a decidir cómo, cuándo y con quién. Ni Hada Madrina ni hostias, aprendería a cuidarse sola...
-... a no pensar que tengo q decir que sí a todo porque soy tan rematadamente benévola que no me entero de que me tratan con la punta de sus enormes pies.
" Que les den. Que les den a las hermanastras y a su puta madre, que le den al Hada Madrina, que en vez de llegar a solucionarme la vida por amor al arte podría haberme dado caña a tiempo para que aprendiera a defenderme. Que le den a mi padre, que podría haber sido menos calzonazos. Que le den al príncipe, que no me habría mirado a la cara si no llego a estar vestida como una barbie medieval. Y que me den a mí, que llevo toda la vida esperando que alguien solucione mis problemas, sin hacer nada por ellos. Que nos den a todos, pero a mí menos, que ya estoy haciendo algo.
El príncipe llegó a su casa al día siguiente, pero ella ya se había ido. Se pasó dos días llorando y al que hizo tres celebró otro baile para quitarse las penas y se acabó casando con otra con las tetas más grandes y los pies más pequeños. Claro que resultó ser una de las hermanastras, que había contratado a la recién despedida Hada Madrina.

sábado, 9 de abril de 2011

Fragmento

Conejo con tomate. Llevaba al menos cuatro meses sin comer conejo con tomate, y a uno de esos cocineros de la tele le había dado por hacer algo parecido, pero mucho más sofisticado. Daba igual, ella quería conejo con tomate. La buena señora, con sus 72 años a las espaldas, había pasado demasiada hambre de joven como para privarse ahora de pequeños placeres culinarios. Y eso incluía el conejo con tomate. Se imaginó a sí misma cocinándolo, y posteriormente degustándolo con patatas fritas cortadas muy pequeñitas, como le gustaban a su difunto marido, todo acompañado de una copa de tinto con gaseosa.
Echó algo más que una mirada al almanaque de la Virgen del Carmen que había colgado en la pared del salón. Tardó un rato en situarse.
-A ver... hoy es sábado... y ya está todo cerrado. Mañana también. El lunes podría pasarme por la carnicería de la Trini y...no. El lunes es fiesta. Ya no sería hasta el martes. Pero para eso todavía falta. ¿Tendrá mi Victoria un conejo en el congelador?

-¡Teléfono!- Victoria en el sofá, impasible y decidida a no repetir su aviso, soltó un discreto eructo y pensó:
-Se le debería poder bajar el volumen con el mando de la tele.
Después de seis tonos, silencio.
Después de seis segundos, otra vez.
-Joder- murmuró-. ¡Teléfono!
Secuencia repetida. Seis tonos, seis segundos.
-¡¡¡Te-lé-fo-noooo!!!- la posibilidad de levantarse no existía.
La abuela, en casa, no se rindió. No era su estilo. Pero decidió darse una tregua y picotear algo. Fue a la cocina, miró el frigorífico y todos los armarios con docenas de botes pulcramente ordenados y que sólo estaban ahí por costumbre.
No le apetecía nada.
Después de diez minutos abriendo y cerrando todos los armarios en el orden preestablecido en su infancia, es decir, de derecha a izquierda y de arriba abajo, como si fuera una japonesa leyendo, llegó a la conclusión de que no le apetecía nada. Lo que ella quería era conejo con tomate, patatas fritas picadas muy finitas y un tinto con gaseosa. Volvió a llamar.
-¡Teléf...!
-¡Yo lo cojo!- Helena acababa de salir del baño, tras ducharse, depilarse, ponerse mascarillas y cremas y exfoliarse el cuerpo entero, como buena niña mona con idea de ser una adulta atractiva y con el posible futuro de anciana con la cara estirada como la piel de un tambor.
-Helenita, ¿está mamá?
La precaución del padre de las niñas de poner un teléfono inalámbrico había eliminado el derecho de Victoria de decir:
-Pregúntale qué quiere.
Así que su hija le pasó el teléfono y se fue con cara de contrariada porque no preguntaban por ella.
-¿Qué pasa, mamá?- Victoria siempre se había negado a llamar “abuela” a su madre. Pensaba que si la palabra “mamá” desaparecía de su vocabulario se quedaría definitivamente huérfana.
-Nena, ¿tú no tendrás un conejo congelado?
-No, ¿por qué?
-Hija, porque se me ha apetecido comer conejo con tomate, y tengo todos los ingredientes, menos el conejo.
-Pues que va... No tengo.
El marido de Victoria entró por la puerta al tiempo que ella colgaba con desgana.
-¿Quién era?
-Mi madre. Que quiere comer conejo y me ha preguntado si tengo.
El marido de Victoria se ahorró el chiste fácil, porque la imagen que implicaba le daba bastante asco.
La abuela seguía teniendo ganas de conejo con tomate. Escarlata, la gatita persa, pasó junto a ella, no se frotó contra sus piernas reclamando atención como los gatos normales, y se fue a tumbarse en el sofá para ignorar a gusto a su dueña, como siempre.



La abuela entró por la puerta sin arrollar a nadie, masculló un escueto “hola” y se sentó en una silla. Estuvo diez minutos mirando la tele y no contó ningún cotilleo. “Está bien”, pensó Victoria, “picaré”.
-¿Qué te pasa, mamá?
-Nada- Victoria nunca insistía. Es más, Victoria realmente casi nunca preguntaba. En esta ocasión, su pregunta estaba dirigida a que su madre se pusiera a largar, aunque fuera para contarle penas, para que todo volviera a la normalidad. Las cosas que suceden como siempre consumen menos energía que los cambios.
Tensión.
Victoria tuvo que modificar su costumbre.
-Venga ya, mamá. ¿Qué te pasa?
Y la abuela se echó a llorar. Victoria no pensó que se debería haber callado, pero ver a su madre llorando le resultaba violento.
-La casa está muy sola. Y todo callado...
Victoria se incorporó y se quedó sentada, lo cual ya era bastante para ella.
-Pero, mujer... Cuando te sientas sola, ven.
Siguió llorando sin decir nada más. Victoria se sentó en una silla, frente a su madre. No sabía lo que hacer. Llevaba toda la vida escuchándola contar sus penas, pero, exceptuando la semana posterior a la muerte de su padre, nunca la había visto llorar. Al menos, no así.
-Por mi culpa- sollozó.
Le costó un rato, pero se acabó calmando un poco.
-Quería conejo con tomate- justo cuando acabó de decirlo, su hija se dio cuenta de que llevaba un par de días sin ver a su adorada Escarlata.

jueves, 24 de marzo de 2011

Del 2008

-No podemos darles de comer a todos los moros…- Francis no entendía por qué sólo hablaba de los Moros, y no de los Canelos ni de los Dinos.
-…que quieren trabajar. Sí, claro. Mucho trabajo, mucho trabajo, pero luego bien que piden cuando no trabajan…- Francis pensó en los policías y en los pastores.
-…que no vengan pidiendo! Que nos quieren quitar nuestra tierra! Si es que es verdad lo de que “ de la calle vendrán y de tu casa te echarán”- Francis recordó cuando le cortaron un cacho de su cuarto de jugar de la casa de los abuelos para hacerle un sitio al Moro. Pero él no se enfadó.
-… y haciendo cosas raras. ¡Luego nos dirán que hagamos lo mismo que ellos!- Francis pensó en la vez que el Moro se había metido en la alberca del abuelo y cuando salió se sacudió junto a él y lo mojó.
El papá de Francis siguió soltando su perorrata hasta que llegaron a la puerta del colegio. Papá se bajó del coche y desabrochó el cinturón de la silla de Francis. El niño se bajó de un salto y le dio la mano a su papá, acercándolo orgulloso a la puerta. Era la primera vez que el papá de Francis llevaba a su hijo al cole, y el niño estaba muy contento, porque por fin podría presentárselo a sus amiguitos y a su seño. Y sobre todo a sus novias.
Sólo tenía dos. Para un niño de cuatro años, tener dos novias no es mucho. Pero a él le bastaba. Y sus novias eran muy guapas. Sobre todo Sara, que era su novia favorita.
El papá de Francis le había oído hablar de Sara y Aurori, y tenía mucha curiosidad por ver a sus dos pequeñas nueras. Aurori se escondió tras la maestra nada más verle, pero Sara se dirigió a su hijo y le dio un abrazo y un beso de buenos días. Y después le preguntó que fruta traía, porque los miércoles era el día de la fruta en el cole.
El papá de Francis miró a la niña, que le devolvió la mirada con sus ojos negros. Sus evidentes rasgos árabes, que habían pasado totalmente desapercibidos tanto a su hijo como al resto de los niños, se estiraron en una sonrisa de niña extrovertida que no se da cuenta de que la miran mal, acercándose a él para decir:
-¡Hola, papá de Fracis!

jueves, 24 de febrero de 2011

La musa

-Habla.
No lloraba. No gemía. Por supuesto, no pedía clemencia.
-Habla.
El dormitorio en el que se encontraban, en el que habían celebrado la vida tantas veces, parecía menos luminoso que de costumbre. Se acababa el verano, y los primeros días nublados hacían que todo el mundo se encontrara algo más cansado, aunque fuera un alivio que todos los años llegara el otoño y diera un respiro a los sureños, agotados y asqueados ya del calor. Pronto empezarían a cansarse del frío, a añorar los días largos y luminosos. Se olvidarían de la piel pegajosa, del calor sofocante, de los mosquitos.
-Dime lo que quiero, y te dejaré en paz.
La habitación hubiese sido mucho más acogedora con algún tipo de decoración en las paredes, la que fuera. Pero era austera, como él siempre lo había sido. La cama llevaba meses sin hacerse, debajo se amontonaba la bola de pelusa de rigor, la ropa tirada por el suelo, papeles, libros apilados desordenadamente en la estantería y en un par de cajas sobre la mesita.
-Habla.
Atada a la silla, ella lo miraba como quien mira a un perro que intenta sorprenderte con los mismos trucos de siempre. Las muñecas empezaban a perder la primera capa de piel, la carne viva se iba intuyendo. Las piernas desnudas, amoratadas, apaleadas. La cara de ella no parecía corresponderse con el dolor que debían de estar sufriendo esas piernas. Y dijo:
-No.
El restallido de la fusta en la cara la hizo girar la cabeza, provocando que su largo pelo negro cruzara el aire, llenándolo todo del olor a ciruelas que la envolvía. Él se estremeció, recordando las veces que había enterrado la cara en ese olor y había aspirado a fondo, totalmente convencido de que cualquiera de sus problemas se resolverían sintiendo un abrazo perfumado de ciruelas. Ella, aún así, parecía tranquila.
Él ya lo sabía. Sólo que se le había olvidado. Sabía que ella vendría cuando quisiera, se iría cuando quisiera, y nunca daría explicaciones. Era parte de su encanto. Él sabía que no podría mantener una relación estable y segura, que no podría llamarla cuando le pareciera, que ella sería la que decidiera cómo, cuándo y dónde. Y al principio lo aceptó, se resignó a esperar sentado su compañía, sabedor de que podría no aparecer durante días.
Pero esta vez habían sido meses.
-¡Habla!
Ella sonrió levemente, como una mujer maltratada que, de repente, deja de amar a su marido y es consciente de que es más libre que nunca, aunque él la esté encañonando con una escopeta de caza. Puedes quitarme la vida, pero no puedes cambiar lo que siento.
-Héctor, no voy a hablar.
La desesperación hace crueles a los débiles. Y vuelve débiles a los fuertes. El puño quedó en el aire, en el sitio en el que un instante antes había estado la cara de ella. La chica cayó de espaldas, se golpeó la cabeza contra el suelo.
Él la levantó.
Ella lo miró, escupió sangre al suelo, girando la cabeza lo poco que su rígido cuello se lo permitió.
Habían sido felices juntos. Se conocían desde hacía años, siempre había existido un sentimiento mutuo. Aunque su relación tuvo altibajos. Al principio, ella era esquiva, imprevisible. Después se volvió más dulce, más dócil, más cariñosa. Acudía a las llamadas de él casi siempre, y acababan enganchados y felices, recordándose que no eran nada el uno sin el otro.
-Vivo por ti- los labios de ella temblaban ante la veracidad de sus propias palabras-. Vivo sólo gracias a ti.
-No, yo vivo por ti- si no hubiese sido por ella, él hacía tiempo que se habría tirado por un puente. O se habría ahorcado. O cualquiera de esas tentativas desesperadas de demostrar que uno tiene la última palabra cuando se trata de la propia vida. Ya que no puedo elegir cómo vivir, al menos nadie me dirá cuándo morir.
Después, a él se le había ido olvidando. Demasiado trabajo, decía. Cosas que hacer. O estaba demasiado cansado para ella. O no era un buen momento para demostrar nada, como cuando iban al garito de siempre y estaban con los amigos.
Se le estaba hinchando el ojo derecho, le sangraba la boca y se sentía muy mareada, no sabía si por el puñetazo, el golpe contra el suelo o simplemente la acumulación de demasiado rato de oscuridad, medias palabras y resentimiento en la voz de aquél a quien ya no amaba. Al menos, no tanto como antes.
-Ya no me quieres- dijo él.
Él mismo era consciente de que seguramente había empezado a dejar de quererlo en el justo momento en el que él demostró que sólo tendrían tiempo para ellos cuando él quisiera. Pero eso no le servía. Tenía deberes que atender, personas a las que cuidar si no quería quedarse solo.
Ella sólo lo miró. Ya no sonreía. Ni siquiera asintió. Tampoco dijo que no. Los hombros se empezaban a encoger debajo de la camisa de cuadros que ella llevaba puesta. Era de él. Ella solía ponérsela cuando estaba desnuda y quería taparse, pero no vestirse del todo. Era bonito, a él le gustaba. La encontraba muy guapa vestida un poco de él. Esa camisa siempre estaba a la vista para que ella pudiera ponérsela cuando venía, pero él no se la ponía nunca, porque eso hubiese supuesto que perdería su esencia de ella.
-Sabes que puedo estar así toda la noche- dijo él, en lo que pretendió que fuera una amenaza.
-Esa es una de las cosas que tenemos en común.

Alas

Le iban a salir alas. Estaba segura. Cuando estaba sentado, yo solía juguetear con sus clavículas, que eran mucho más marcadas de lo habitual. La primera vez que lo tuve encima de mí me pasé casi todo el rato sin enterarme de lo que me estaba diciendo, porque estaba demasiado concentrada acariciándole los omoplatos. Cuando se apoyaba en los brazos, los omoplatos sobresalían monstruosamente, dando la sensación de que eran los muñones de unas alas que seguramente habría cambiado por la posibilidad de tener sexo. Pobres ángeles. Todo el mundo los envidia porque tienen alas, y nadie se da cuenta de que si pudieran, las cambiarían por poder hacer el amor sólo una vez. Volar no es para tanto, podemos llegar al cielo con aviones, con aladeltas, con helicópteros, con globos. Podemos desplazarnos andando, en coche, en bici, en tren, porque, total, en el cielo seguramente tampoco hay nada especial que ver. Pero no podemos sustituir los atracones de carne por nada. Da igual que nos guste comer o dormir, que disfrutemos con la mera compañía de alguien, que nos resulten placenteras las caricias o que sintamos grandes descargas hormonales practicando algún deporte o corriendo riesgos.

Un revolcón es un revolcón.

Fragmento: la gente

-La gente está loca.
Gente… En ese momento caí en la cuenta de que nunca usamos la palabra “gente” para referirnos a nosotros mismos. Nosotros somos hombres, chicas, niños, señoras, chavales. Cuando estamos con más como nosotros (o diferentes, igual da) somos personas, somos un grupo, somos la familia tal, los residentes del barrio cual o los habitantes del municipio estoyaquello. Pero nunca somos gente. Gente son los demás. Esto nos lleva a explicar la gran división del mundo, a saber: yo y los demás. Los demás son gente. Y son un grupo relativamente homogéneo, al que concedemos el derecho al “relativamente” sólo porque está formado por subgrupos que sí son homogéneos por completo, pero un tanto distintos entre sí. Por ejemplo, los gitanos, los hombres, las mujeres, los curas, los chinos, los transexuales…

Me encantaría tirarme a una transexual. Que tuviera las tetas grandes y un asunto bien puesto ahí colgando. Pero que no hable, hay muchas transexuales que soy muy guapas pero que tienen voz de tío, eso me cortaría el rollo. Lo que yo quiero es una tía con nabo, no una mezcla caótica de caracteres masculinos y femeninos.

… las amas de casa, los de derechas, los gaditanos…

Podría hacer una lista ahora mismo de gaditanos que no tienen ni puta gracia. Y de cordobesas feas.
Bueno, igual tendría que pensarlo un poco, pero sólo porque no conozco a tanta gente. Que son gente, no como yo.


…los americanos…

Los americanos. Prácticamente todas las personas que conozco olvida que cuando dice “americanos” está ignorando a la mayor parte de la población de América. Excepto a los estadounidenses. ¿Cómo podemos tenerlos más en cuenta que a los iberoamericanos, que hablan el mismo idioma que nosotros?

… Todos son iguales. A no ser que nosotros pertenezcamos al grupo. En cualquier caso, todos son gente.

Declaración de intenciones

Partimos de la base de que este sitio acabará siendo abandonado, que no se pretende alargar su uso como si fuera algo de gran importancia y que, en cuanto me aburra, lo dejaré.
Me comprometo solemnemente a no preguntarle a nadie "¿has leído mi blog?".
Agradecería que alguien me dejara algún comentario, aunque fuera para mandarme al carajo. No, eso mejor no.