miércoles, 29 de enero de 2014

Vuelta a casa

La dulce y rosada y tierna y cálida bolita de carne y piel suave brotada de sus entrañas veinticinco años atrás se había ido del hogar materno tres años antes. Antes de ahora. Antes de este punto en la línea del tiempo que es indistinguible de cualquier otro punto para el resto de los seres sintientes, salvo para quienes tengan alguna marca en el calendario y para ella, que no necesitó anotar que hoy, hoy precisamente, vuelve a sus brazos aquel que salió de sus entrañas veinticinco años atrás.
Pone toda su atención en rellenar el pollo. En este momento, no hay nada sobre la faz de la Tierra más importante que conseguir la mezcla perfecta de relleno, incrustarla entre las costillas vencidas del pollo muerto, atarlo con hilo de cocinar, bañarlo con los ingredientes correctos. Esto es muy importante. Distribuir los ajos magistralmente en la bandeja de hornear y mirarlo todo muy fijamente, exigiendo que el resultado sea maravilloso, preparándose para aclarar que tal perfección procede del ingrediente secreto, que no es otro que, sorpresa, grandes dosis de amor maternal.
Quién lo iba a decir. La dulce bolita de carne sale del aeropuerto arrastrando su maleta de ruedas y con una mochila a la espalda cargada de regalos para su familia, del sitio en el que ha estado viviendo los últimos tres años. Espera ver crecida a su hermana pequeña. Cuando se fue, era para él una niña. En estos tres años se ha convertido en una mujercita, y él va a reconocer su cambio de estatus con un regalo de persona mayor. Es un momento importante. Él lo siente como importante, porque sabe que los rituales necesitan plantearse bien, como cuando su tío le ofreció la primera cerveza en Nochevieja y todos los adultos dijeron que sí, venga, tómate una cerveza con nosotros. Ese, y no otro, fue el día que se hizo adulto, porque el grupo de personas que lo cuidaban como niño reconocía, por la mera invitación a una bebida determinada, que el grueso de su papel de cuidadores de la tierna bolita de carne había terminado. Ya no serían cuidadores, sino solo, y en todo caso, guías, consejeros, compañeros.
Él iba con un regalo de persona mayor para su hermana y con muchos nervios hechos una bola en la boca del estómago.
Su hermana buscaba ropa en su armario. Algo que dijera soy adulta. Porque ella también quería que su hermano se percatara de lo grande que estaba. Qué grande estás, ya no te voy a poder llamar enana. Quería ella. Que lo dijera con orgullo, que él le diera el equivalente a la cerveza para poder seguir su camino a la madurez tras haber pasado por el paso a nivel de su hermano aceptando el cambio y enorgulleciéndose de ello.
La cálida bolita de carne se acerca a un taxi, el taxista le ayuda a guardar las maletas y él está más nervioso que si fuera a casarse, y lo mismo de contento. Le cuenta al taxista, porque no puede evitarlo, que va a ver a su familia, que está muy contento, que está viviendo fuera y que allí se está bien pero que no puede comer el pollo relleno de su madre ni meterse con su hermana. El taxista se ríe porque tiene dos niñas chicas que se pasan el día peleándose pero que si le riñes a una llora la otra.
La madre rellena el pollo y piensa en el día que la dulce y cálida bolita de carne salió de sus entrañas rebozado en sangre y líquido amniótico, como escupido por un gigante con gingivitis. Se adelantó porque era demasiado grande y no quería salir. No salía. No quería salir. Parecía querer seguir siendo una parte indisoluble del seno materno, vivir de ella, vivir siendo ella. "Ojalá fuera un órgano", podía haber pensado la tierna bolita de carne, si hubiera estado capacitada para ello.
La madre siguió metiendo el relleno con las manos desnudas dentro del pollo muerto, encajando siempre un poco más hasta casi hacerlo reventar, mientras recuerda que le dijeron que estaba de espaldas, que no podía salir, que tenía el cordón umbilical alrededor del cuello. Que se moría.
Apenas hubo tiempo de anestesiarla.
-No creo que lo consiga- dijo alguien. Ella no recuerda quién, ni qué cargo tenía. Solo sabía que llevaba una bata y que estaba en el paritorio, por lo que debía de saber más que ella, por lo que debía de tener razón. No lo iba a conseguir.
El crío salió envuelto en babas de gigante y sangre de su útero rajado. Salió morado y en silencio, como en una procesión de Semana Santa. Sangre, silencio y morado. Como un nazareno, una banda ausente y una cruz.
-Ha estado mucho tiempo sin respirar. No creo que...- dijo otra persona. Dos ya. No lo iba a conseguir. Ella estaba cubierta de sudor y sangre. Reanimaron al niño. Y la dulce y rosada y tierna y cálida bolita de carne y piel suave empezó a llorar como si cantara una bienvenida al mundo, como si dijera joder, tampoco hacía falta que liarais esta tangana, que yo me estaba haciendo de rogar pero pensaba venir.
Limpiaron al niño y empezaron a coser por capas el vientre de la madre mientras ella, veinticinco años después, recordaba el momento anudando el pollo a punto de reventar, picando los ajos, distribuyéndolos por la fuente.
Cuando le dieron a su hijo recién nacido ella lo miró y pensó que tenía la cara de su marido, del amor de su vida, y que iba a ser fácil enamorarse otra vez de la misma cara. Aún estaba llena de sangre, las sábanas rojas de saludo forzado a la vida, de estoy aquí y nada me va a detener.
La pequeña y dulce bola de sangre busca en su móvil una foto de su hermana para mostrársela al taxista y alguien, no importa quién, irrelevante es, comete una imprudencia que se cruza justo con la mala suerte y hace que la rosada bolita de carne, la foto con el móvil, el taxista, las maletas y todas las esperanzas montadas en el asiento de atrás vuelen por los aires y se estrellen contra el suelo, bocabajo, el cuello partido, el cristal de las ventanillas cuadriculándole la cara, el vientre atravesado por Dios sabe qué, sangrando como el de su madre cuando le trajo al mundo, mientras la que lo sacó de sus entrañas veinticinco años antes regula la temperatura del horno para él, para el pollo, para la hora del reencuentro, para abrazarlo llorando, para que le diga a su hermana lo grande que está.
Boquea en el suelo, la sangre saliendo por las comisuras. Apenas entiende lo que está pasando.
El abuelo, el que tiene su nombre, el que le legó el segundo apellido y un cuarto de los genes y se sentó en la taza del váter a llorar en soledad el día que se fue, se levanta del sofá de cuadros de patriarca y se dirige a su habitación. El nudo de los nervios en el estómago le da ganas de gritar, y le daría ganas de correr si no fuera por la hernia y por la falta de costumbre. Se dirige con paso cansado pero decidido a su habitación y se agacha, trabajosamente, la rodilla izquierda en el suelo, a abrir el segundo cajón empezando por abajo de la fila derecha del mueble de su dormitorio, donde guarda las camisetas interiores que se cambia a diario en invierno.
Es un hombre muy friolero. Pasó toda su juventud madrugando todos los días a salir al campo con la rasca, con la fresca, con la pelusa, con el frío que se mete en los huesos por la mañana como un fantasma buscando un esqueleto al que darle vida. Su mujer, en paz descanse, le tejió a mano un gorro con el que taparse la calva y las orejas, deshaciendo para eso media falda que quería ella para estrenarla el Domingo de Ramos. Nadie lo supo. Y si todos lo supieran, a nadie le importaría.
Se dirige a su cuarto pensando en que ojalá su mujer viviera y pudiera ver lo grande que está el niño que ella solo alcanzó a ver hasta los tres años, mira qué grande está, Rafaela, es ingeniero, se ha ido a Asia a trabajar porque es el mejor, es el mejor y por eso lo quieren allí, Rafaela, porque es el mejor.
No es el mejor, pero él piensa que sí, porque habla de cosas complicadas, de máquinas más raras que un tractor, y porque se ha tenido que ir muy lejos a trabajar, Rafaela, porque es el mejor, por eso y no por otra cosa. Porque el niño es importante pero sigue guardando el conejillo de peluche que le regalamos cuando hizo el primer añito, Rafaela, ¿te acuerdas? Pues lo sigue guardando aunque sea un ingeniero tan importante que se lo han llevado a Asia.
Levanta las camisetas blancas con el cuello amarilleado de tanto llevarlas todos los días y saca de debajo de ellas una caja de metal. Se levanta con cuidado.
Mientras la sangrienta bolita de carne boquea en el suelo.
Se levanta el abuelo con cuidado y abre la caja. Y saca de dentro un reloj de bolsillo que le regaló su padre el día que se casó, porque casarse era lo más importante que podía hacer en la vida, pero el niño es ingeniero y se va a volver a ir y no sé yo si se casará porque ya ves la juventud, que se van a vivir juntos y ni se casan ni nada. El abuelo sonríe y piensa que, bueno, se lo va a dar, pero le hará prometer que si se casa lo llevará el día de su boda, que pulirá bien la plata y el cristal y lo llevará en su boda. Si no, pues cuando quiera, para ocasiones especiales, o para cuando tenga que hablar con un cargo importante de por ahí, que si le piden la hora vean que es un tío elegante con su reloj de bolsillo y su cadena y todo.
La dulce bolita de carne deja de boquear y su vientre perforado apenas sigue bañando el asfalto de la poca sangre que le queda en las venas. Muere rápido. Tarda menos de lo que se demoró al nacer y no hay nadie a su alrededor diciendo no creo que lo consiga, lleva mucho tiempo sin respirar. No hay nadie para decirlo precisamente ahora que es verdad. Que ya no hay nada que conseguir.
El padre coloca la última pieza del scalextric que ha sacado del trastero para asegurarse de que sigue entero. Las horas que la dulce y rosada bolita de carne y él han pasado haciendo carreras habrían sido más que suficientes para que el padre se hubiera licenciado en ingeniería también. Por eso es importante. Muy importante que la pista esté completa, que los coches funciones, que los rieles no estén oxidados. Casi tan importante como que el relleno del pollo sea magnífico.
Cuando pone la última placa, suena el teléfono.