miércoles, 29 de enero de 2014

Vuelta a casa

La dulce y rosada y tierna y cálida bolita de carne y piel suave brotada de sus entrañas veinticinco años atrás se había ido del hogar materno tres años antes. Antes de ahora. Antes de este punto en la línea del tiempo que es indistinguible de cualquier otro punto para el resto de los seres sintientes, salvo para quienes tengan alguna marca en el calendario y para ella, que no necesitó anotar que hoy, hoy precisamente, vuelve a sus brazos aquel que salió de sus entrañas veinticinco años atrás.
Pone toda su atención en rellenar el pollo. En este momento, no hay nada sobre la faz de la Tierra más importante que conseguir la mezcla perfecta de relleno, incrustarla entre las costillas vencidas del pollo muerto, atarlo con hilo de cocinar, bañarlo con los ingredientes correctos. Esto es muy importante. Distribuir los ajos magistralmente en la bandeja de hornear y mirarlo todo muy fijamente, exigiendo que el resultado sea maravilloso, preparándose para aclarar que tal perfección procede del ingrediente secreto, que no es otro que, sorpresa, grandes dosis de amor maternal.
Quién lo iba a decir. La dulce bolita de carne sale del aeropuerto arrastrando su maleta de ruedas y con una mochila a la espalda cargada de regalos para su familia, del sitio en el que ha estado viviendo los últimos tres años. Espera ver crecida a su hermana pequeña. Cuando se fue, era para él una niña. En estos tres años se ha convertido en una mujercita, y él va a reconocer su cambio de estatus con un regalo de persona mayor. Es un momento importante. Él lo siente como importante, porque sabe que los rituales necesitan plantearse bien, como cuando su tío le ofreció la primera cerveza en Nochevieja y todos los adultos dijeron que sí, venga, tómate una cerveza con nosotros. Ese, y no otro, fue el día que se hizo adulto, porque el grupo de personas que lo cuidaban como niño reconocía, por la mera invitación a una bebida determinada, que el grueso de su papel de cuidadores de la tierna bolita de carne había terminado. Ya no serían cuidadores, sino solo, y en todo caso, guías, consejeros, compañeros.
Él iba con un regalo de persona mayor para su hermana y con muchos nervios hechos una bola en la boca del estómago.
Su hermana buscaba ropa en su armario. Algo que dijera soy adulta. Porque ella también quería que su hermano se percatara de lo grande que estaba. Qué grande estás, ya no te voy a poder llamar enana. Quería ella. Que lo dijera con orgullo, que él le diera el equivalente a la cerveza para poder seguir su camino a la madurez tras haber pasado por el paso a nivel de su hermano aceptando el cambio y enorgulleciéndose de ello.
La cálida bolita de carne se acerca a un taxi, el taxista le ayuda a guardar las maletas y él está más nervioso que si fuera a casarse, y lo mismo de contento. Le cuenta al taxista, porque no puede evitarlo, que va a ver a su familia, que está muy contento, que está viviendo fuera y que allí se está bien pero que no puede comer el pollo relleno de su madre ni meterse con su hermana. El taxista se ríe porque tiene dos niñas chicas que se pasan el día peleándose pero que si le riñes a una llora la otra.
La madre rellena el pollo y piensa en el día que la dulce y cálida bolita de carne salió de sus entrañas rebozado en sangre y líquido amniótico, como escupido por un gigante con gingivitis. Se adelantó porque era demasiado grande y no quería salir. No salía. No quería salir. Parecía querer seguir siendo una parte indisoluble del seno materno, vivir de ella, vivir siendo ella. "Ojalá fuera un órgano", podía haber pensado la tierna bolita de carne, si hubiera estado capacitada para ello.
La madre siguió metiendo el relleno con las manos desnudas dentro del pollo muerto, encajando siempre un poco más hasta casi hacerlo reventar, mientras recuerda que le dijeron que estaba de espaldas, que no podía salir, que tenía el cordón umbilical alrededor del cuello. Que se moría.
Apenas hubo tiempo de anestesiarla.
-No creo que lo consiga- dijo alguien. Ella no recuerda quién, ni qué cargo tenía. Solo sabía que llevaba una bata y que estaba en el paritorio, por lo que debía de saber más que ella, por lo que debía de tener razón. No lo iba a conseguir.
El crío salió envuelto en babas de gigante y sangre de su útero rajado. Salió morado y en silencio, como en una procesión de Semana Santa. Sangre, silencio y morado. Como un nazareno, una banda ausente y una cruz.
-Ha estado mucho tiempo sin respirar. No creo que...- dijo otra persona. Dos ya. No lo iba a conseguir. Ella estaba cubierta de sudor y sangre. Reanimaron al niño. Y la dulce y rosada y tierna y cálida bolita de carne y piel suave empezó a llorar como si cantara una bienvenida al mundo, como si dijera joder, tampoco hacía falta que liarais esta tangana, que yo me estaba haciendo de rogar pero pensaba venir.
Limpiaron al niño y empezaron a coser por capas el vientre de la madre mientras ella, veinticinco años después, recordaba el momento anudando el pollo a punto de reventar, picando los ajos, distribuyéndolos por la fuente.
Cuando le dieron a su hijo recién nacido ella lo miró y pensó que tenía la cara de su marido, del amor de su vida, y que iba a ser fácil enamorarse otra vez de la misma cara. Aún estaba llena de sangre, las sábanas rojas de saludo forzado a la vida, de estoy aquí y nada me va a detener.
La pequeña y dulce bola de sangre busca en su móvil una foto de su hermana para mostrársela al taxista y alguien, no importa quién, irrelevante es, comete una imprudencia que se cruza justo con la mala suerte y hace que la rosada bolita de carne, la foto con el móvil, el taxista, las maletas y todas las esperanzas montadas en el asiento de atrás vuelen por los aires y se estrellen contra el suelo, bocabajo, el cuello partido, el cristal de las ventanillas cuadriculándole la cara, el vientre atravesado por Dios sabe qué, sangrando como el de su madre cuando le trajo al mundo, mientras la que lo sacó de sus entrañas veinticinco años antes regula la temperatura del horno para él, para el pollo, para la hora del reencuentro, para abrazarlo llorando, para que le diga a su hermana lo grande que está.
Boquea en el suelo, la sangre saliendo por las comisuras. Apenas entiende lo que está pasando.
El abuelo, el que tiene su nombre, el que le legó el segundo apellido y un cuarto de los genes y se sentó en la taza del váter a llorar en soledad el día que se fue, se levanta del sofá de cuadros de patriarca y se dirige a su habitación. El nudo de los nervios en el estómago le da ganas de gritar, y le daría ganas de correr si no fuera por la hernia y por la falta de costumbre. Se dirige con paso cansado pero decidido a su habitación y se agacha, trabajosamente, la rodilla izquierda en el suelo, a abrir el segundo cajón empezando por abajo de la fila derecha del mueble de su dormitorio, donde guarda las camisetas interiores que se cambia a diario en invierno.
Es un hombre muy friolero. Pasó toda su juventud madrugando todos los días a salir al campo con la rasca, con la fresca, con la pelusa, con el frío que se mete en los huesos por la mañana como un fantasma buscando un esqueleto al que darle vida. Su mujer, en paz descanse, le tejió a mano un gorro con el que taparse la calva y las orejas, deshaciendo para eso media falda que quería ella para estrenarla el Domingo de Ramos. Nadie lo supo. Y si todos lo supieran, a nadie le importaría.
Se dirige a su cuarto pensando en que ojalá su mujer viviera y pudiera ver lo grande que está el niño que ella solo alcanzó a ver hasta los tres años, mira qué grande está, Rafaela, es ingeniero, se ha ido a Asia a trabajar porque es el mejor, es el mejor y por eso lo quieren allí, Rafaela, porque es el mejor.
No es el mejor, pero él piensa que sí, porque habla de cosas complicadas, de máquinas más raras que un tractor, y porque se ha tenido que ir muy lejos a trabajar, Rafaela, porque es el mejor, por eso y no por otra cosa. Porque el niño es importante pero sigue guardando el conejillo de peluche que le regalamos cuando hizo el primer añito, Rafaela, ¿te acuerdas? Pues lo sigue guardando aunque sea un ingeniero tan importante que se lo han llevado a Asia.
Levanta las camisetas blancas con el cuello amarilleado de tanto llevarlas todos los días y saca de debajo de ellas una caja de metal. Se levanta con cuidado.
Mientras la sangrienta bolita de carne boquea en el suelo.
Se levanta el abuelo con cuidado y abre la caja. Y saca de dentro un reloj de bolsillo que le regaló su padre el día que se casó, porque casarse era lo más importante que podía hacer en la vida, pero el niño es ingeniero y se va a volver a ir y no sé yo si se casará porque ya ves la juventud, que se van a vivir juntos y ni se casan ni nada. El abuelo sonríe y piensa que, bueno, se lo va a dar, pero le hará prometer que si se casa lo llevará el día de su boda, que pulirá bien la plata y el cristal y lo llevará en su boda. Si no, pues cuando quiera, para ocasiones especiales, o para cuando tenga que hablar con un cargo importante de por ahí, que si le piden la hora vean que es un tío elegante con su reloj de bolsillo y su cadena y todo.
La dulce bolita de carne deja de boquear y su vientre perforado apenas sigue bañando el asfalto de la poca sangre que le queda en las venas. Muere rápido. Tarda menos de lo que se demoró al nacer y no hay nadie a su alrededor diciendo no creo que lo consiga, lleva mucho tiempo sin respirar. No hay nadie para decirlo precisamente ahora que es verdad. Que ya no hay nada que conseguir.
El padre coloca la última pieza del scalextric que ha sacado del trastero para asegurarse de que sigue entero. Las horas que la dulce y rosada bolita de carne y él han pasado haciendo carreras habrían sido más que suficientes para que el padre se hubiera licenciado en ingeniería también. Por eso es importante. Muy importante que la pista esté completa, que los coches funciones, que los rieles no estén oxidados. Casi tan importante como que el relleno del pollo sea magnífico.
Cuando pone la última placa, suena el teléfono.

jueves, 28 de febrero de 2013

Fragmento

Victoria, 48 años, se acomodó en el sofá, se ahuecó con las manos uno de los cojines de flores que tenía en la cabeza y dijo, por enésima vez:
-Jmmm... Su madre seguía hablando de la cantidad de leche que había que poner a un bizcocho de limón o algo así, mientras batía los ingredientes en una fuente de cristal que hacía demasiado ruido al ser golpeada con las varillas del batidor.
-Tiene que quedar así. Si lo dejas más espeso, no sale bueno. Y si lo dejas más clarillo, tampoco. ¿Ves, Victoria? Victoria. Vicky. Nena. ¡Victoria!
-Jmmm... ¿eh?
-¿Ves? Así. Si le pones un poquito de nata sale con un punto especial, pero no se lo voy a poner porque a la niña no le gusta.
La abuela tenía tendencia a inventarse las cosas. Realmente, Helena nunca había probado el bizcocho de limón hecho con nata en la masa, pero la abuela un día decidió decir que se podía hacer así pero que a Helena no le gustaba. Helena había esta aseveración desde que era pequeña, así que lo asumió y no se paró a pensar que no lo había probado.
-Niña, mira. Niña... mira. Ya está. Lo voy a meter en el horno.
Victoria quería que su madre se fuera de vacaciones o algo. Que la dejara en paz. Nunca discutían, tampoco había mucho por lo que discutir. Si la abuela quería ponerle nata, lo haría. Si no quería, no se la pondría. Nada más. Nunca pasaba nada que supusiera una discusión porque nunca hablaban de nada importante. Victoria había aprendido a dejar a su madre pensar lo que quisiera.
La abuela tenía un poder bastante oculto. Aunque apenas se notara, todo cuanto se hacía en esa casa estaba sutilmente controlado por la buena señora. Ella decidía los horarios de las comidas, daba el visto bueno a la ropa y controlaba la mayoría de las actividades. Hacía la lista de la compra y se ofrecía a ir a pagar las facturas, preguntaba a sus nietas que dónde iban cuando salían y, según la cara y el tipo de mentira, sabía qué iban a hacer en realidad. Con Helena, sobre todo, era bastante fácil. Si decía que iba a hacer un trabajo de clase, es que iba a salir con sus amigas. Si decía que iba a salir con sus amigas, es que iba a quedar con algún chico. La abuela ya tenía más que fichado a Juanan, el novio, pero no se lo había dicho a Helena porque quería darle la oportunidad de decírselo por ella misma. Aunque en cuanto se lo dijera, ella le diría que ya lo sabía y le contaría todos los antecedentes familiares del chaval. Y, por supuesto, le diría que tuviera cuidado y le soltaría un sermón sobre lo oportuno de llegar virgen al matrimonio, pero siempre hablando a base de eufemismos. De todas formas, la abuela estaba contenta con Juanan porque procedía de buena familia, aunque nunca hubiera hablado con él.
-Hija, da igual. Da igual que no haya hablado con el muchacho, pero conozco al padre. Muy diferentes no pueden ser.
Victoria se molestó en girarse para mirar a su madre, incrédula ante lo que acababa de oír.
-¿Tú crees que todos los hijos se parecen a los padres?
-Más o menos, sí.
Victoria resopló y volvió a girarse, para estar enfrentada como siempre con su televisor mientras que su madre seguía relatando.
-Ya está. Esta noche tendremos bizcocho de postre- Escarlata hizo algo lo más parecido a un salto que su obeso y perezoso cuerpo le permitía, le dio un par de zarpazos a una bola de pelusa que se paseaba por el suelo y después rascó un poco el cristal del balcón, indicando que quería salir a tomar el sol.
-Qué lista que es…- la abuela le abrió para que la persa calentara su lomo gatuno y mirara al barrio con cara de todos-me-dais-igual, mientras esa que se creía su dueña alababa por tercera vez en la tarde su supuesta inteligencia.
La abuela se había quedado viuda cuando Victoria era pequeña. Tanto que apenas recordaba a su padre. Sólo le venían a la memoria de vez en cuando una reminiscencia paterna cuando comía ciertas cosas o cuando olía ciertos olores. No lo echaba de menos. No había nada que echar de menos.
La abuela a veces lo recordaba, pero no es que lo extrañara. Pasó algún tiempo llorando, hasta que se dio cuenta de que, en realidad, no había nada por lo que llorar. El padre de Victoria no era una persona memorable, realmente. No era cariñoso. Tampoco es que fuera seco. Se limitaba a ser correcto. Nunca hablaba mal. Tampoco tenía palabras dulces, ni de ánimo para nadie. Sólo estaba allí, trabajaba mucho, llegaba cansado, comía en silencio, le hacía el amor a su mujer puntualmente el segundo y el tercer sábado de cada mes, sólo por la noche, y sin darle demasiadas vueltas. Eyaculaba pronto, se limpiaba el pene, se subía el pantalón del pijama, se daba la vuelta, daba las buenas noches y se dormía. Cazaba un domingo de cada mes, no pescaba nunca, veía corridas de toros en blanco y negro en la tele, no le gustaba el dominó, prefería el fino al tinto y un día le dio un infarto y se murió. Y ya está. Mucha gente fue a su entierro porque era lo que se esperaba, y su mujer se puso muy triste porque se suponía que era lo que tenía que hacer.
-Tú te pareces a tu padre.
Victoria no sabía cómo sentirse al respecto. Así que decidió no sentir nada. Y cambiar el canal, hasta encontrar otro con anuncios, mientras esperaba que empezara la típica telenovela sudamericana cargada de amores imposibles y de personajes con nombres aún más imposibles.
-Y Valle se parece a ti- murmuró. Lo suficientemente bajo como para que su madre no se enterara.
-¿Qué?
-Nada. Que sí, que me pareceré.
Valle era la hermana pequeña de Victoria. La que fingió que había viajado a China cuando en realidad estaba prostituyéndose a 200 kilómetros de la casa de sus padres. Valle había sido una niña tranquila, había aprendido a hablar y a caminar pronto, había llegado a la conclusión de que los adultos mienten mucho antes que las demás niñas de su edad y había actuado al respecto devolviéndoles el favor. Y eso sentó tan mal a los adultos que empezaron a recordarle cada día lo mala que era.
Unos años después, le dijo a su madre que había encontrado un trabajo y empezó a meterse en la boca toda la carne en barra de los chavales del poblado de al lado, que venían de vez en cuando a beber y a pelearse con los del pueblo. Sólo en la boca. Quería llegar virgen al matrimonio, aunque hubiera aprendido a distinguir quiénes se medicaban, quiénes se drogaban y con qué, sólo por el sabor del semen.
Un día cualquiera uno de los chavales le preguntó si no le gustaría probar algo que no hubiera sido procesado por ningún organismo. Él sólo quería ser simpático, pero no tuvo muy en cuenta que podía estar metiéndola en un problema. Simplemente quería invitarla a algo que no fuera un cubata. Valle acabó perdiendo la virginidad y las esperanzas un par de años después, cuando se dio cuenta de que sólo chupándola no podía costearse todo lo que consumía. Asumió que su inocencia había muerto por completo el día que se dio cuenta de que nadie se la iba a sacar de la boca antes de correrse, se iba a tumbar junto a ella y la iba a besar despacito. Pero no vamos a contar con detalles esta historia. Sólo importa que Victoria se cansó de meterse en garitos de mala muerte para sacarle las pollas de la boca a su hermana, se cansó de prestarle dinero, se cansó de ser tratada como la madrastra del cuento, se cansó de seguirla, de decirle que lo dejara, de prestarle todo su apoyo, de engañar a su madre para que no la pillara, y de ser engañada.
Victoria sacó algo de todo esto. Aprendió a mentir. Y a disimular. Y a fingir que nada le importaba. La Victoria empotrada en el sofá preguntó:
-¿Le vas a poner chocolate por encima?

sábado, 14 de enero de 2012

Enero 2010. Las ganas

Rescatado de http://portodaspartesdelavida.blogspot.com/

Las ganas
Paula. 22 años. Estudia en la universidad una carrera que realmente no le interesa pero con la que sabe que podrá mantenerse. Ese no es el problema, no vamos por ahí. Le gusta tocar el bajo y le gustaría tocarle algo así a un chaval de su quinta con el que coincidió hace poco y con el que seguramente no volverá a cruzarse.
Pues esta chica, un día se levantó y se dio cuenta de que se le habían caído los ojos. Los buscó a tientas por las sábanas, palpó bajo la cama, abrió los cajones de la mesita y tocó dentro, a ver si los había metido sin darse cuenta la noche antes. Pero no estaban. Salió al pasillo, no sin antes chocar contra el marco de la puerta.
-¡Ma! ¡Maaaaa!
Mamá acababa de salir del cuarto de baño y miró las cuencas de su hija.
-Nena, ¿qué has hecho? Ponte los ojos y deja de hacer el tonto, anda.
-Que no los encuentro, ma.
-¿Cómo que no los encuentras?
-Pues que no los encuentro, ma. Además, es que no los puedo buscar sin ellos.
-¡Esta niña siempre con lo mismo!- Mamá se metió en la habitación de su hija y sacudió las sábanas. Miró en la mesita. Buscó bajo la cama. Abrió el armario y lo revolvió todo, encontrando un par de cosas que preferiría no haber visto. Pero no los ojos de su hija.
-En el armario no están- dijo Paula, demasiado tarde-. Ahí he buscado muy bien. Vamos, que ahí no están.
-¡A ver qué vas a hacer ahora sin los ojos, nena! Si es que no tienes cuidado con nada. ¿Cómo te la has apañado para perder los dos a la vez?
-No sé, ma. Siempre han estado ahí. No me los suelo quitar para dormir.
-Si es queeeee… Desayuna ya, que es muy tarde, y después vemos lo que hacemos. Yo me voy a por el pan, vuelvo enseguida.
Esto se traducía en que ella misma se tenía que preparar el desayuno. Se le quemaron las tostadas y los dedos de la mano derecha. Dos veces. Los dedos, no las tostadas. No encontró la leche en el frigorífico, porque su hermano la había cambiado de sitio. Se echó aceite de girasol en vez de oliva en la única tostada que no amargaba.
-Jo…- nunca se había parado a pensar lo útiles que eran sus ojos -Nunca me había parado a pensar lo útiles que eran mis ojos.
Es que querían otra cosa. Lo habían visto, y querían quedarse con él. Salieron por la noche, les costó abrirse camino a través de los párpados, pero no fue nada comparado con el hecho de rebotar y rodar con su fina piel sobre el suelo de alquitrán de la calle. Fue doloroso. Tardaron demasiado, pero llegaron. Y si el camino hubiese sido el doble, lo habrían hecho también.
Llegaron a su casa, y entraron en su habitación. Él dormía destapado, hacía calor. No llevaba camiseta, sólo algo que no supo distinguir si eran unos pantalones cortos o unos calzoncillos largos. Ya era de día, pero él no se había despertado. Estaba tumbado boca abajo, la espalda desnuda. La espalda tersa y morena y caliente que se había imaginado mil veces y que la habían hecho acabar con las manos mojadas.

Paula, sentada delante de la tele que sólo oía, sintió un hormigueo curioso en el estómago.

Los ojos siguieron mirando. ¿Qué otra cosa podían hacer? Mirarlo y admirarlo y sentir de vez en cuando el dolor de la esclerótica, que ya no era tan blanca. Pero le daba igual.

Paula se sintió algo incómoda. Se rascó las cuencas.

Ellos seguían mirando. El chaval se dio la vuelta. Lo miraban y lo volvían a mirar. Los ojos de él cerrados, la boca entreabierta, respirando con tranquilidad, haciendo que el pecho subiera y bajara suavemente. El cuello era suave en algunas zonas, y rasposo en otras, donde crecía la barba de tres días. Los brazos eran fibrosos, no se podía decir que musculados, pero se adivinaban unos abdominales que se hubieran marcado más si al chiquillo en cuestión le hubiese dado por darle más tralla a la tabla de skate que últimamente tenía medio abandonada porque pasaba todo su tiempo libre viendo películas y rascándose los huevos. Las piernas eran fuertes, eso se notaba de lejos. Las manos, de dedos largos y bien dibujados. Y hábiles, aunque los ojos no lo supieran.

Paula notó un escalofrío paseándose a toda velocidad por su espalda.

Los ojos saltaron a la cama, se posaron justo en la cinturilla del pantalón, o de lo que fuera eso. El bulto de buenos días que se adivinaba bajo la tela fue el obstáculo más delicioso de toda la carrera ocular. Lo miraron a la cara. Los ojos cerrados, la boca entreabierta, pidiendo un beso de miel y de brasas.

Paula fue corriendo al baño. Chocándose con todo.

Los ojos querían más. Querían manos para tocarlo. Y una nariz con la que poder respirar su olor hasta que se le encharcaran los pulmones de feromonas. Y una cintura para que se la acariciara. Y una boca para besarlo, y para morderlo. Y unas piernas, para poder cerrarlas en torno a sus caderas y no dejar que se fuera hasta que se dejara todas las articulaciones haciéndola gritar.

Paula, en el baño de su casa, y en la soledad de la ausencia de madre y de ojos, ahogó un gemido.

Los ojos se inclinaron hacia atrás. Si hubiesen tenido párpados, se habrían puesto en blanco.
Maldijeron el momento en que salieron de su portadora y se dieron cuenta de que nunca se habían parado a pensar lo útil que es tener una Paula que te lleve a los sitios y te deje trabajar en armonía con todo su cuerpo.
El chaval se despierta.
-¡Hostia! ¿¿¿Esto qué es???

lunes, 30 de mayo de 2011

Neo-Cenicienta (2008)

Le dieron ganas de tirar la escoba al suelo y decirle a la madrastra que se la metiera por donde le pareciera mejor, pero no quería darle la satisfacción de poder criticar sus palabras al marcharse.
Se levantó las faldas del polvoriento vestido para salir con paso más firme, dándole un poco de aire teatral a la escena. Le pegó una patada a la puerta sólo para demostrarse sí misma su propia convicción, aunque no quedó muy bien, porque la puerta se abría hacia adentro. Daba igual. Salió a la calle con lo puesto, dispuesta a tomar las riendas de su propia vida, a mantenerse a sí misma, a decidir cómo, cuándo y con quién. Ni Hada Madrina ni hostias, aprendería a cuidarse sola...
-... a no pensar que tengo q decir que sí a todo porque soy tan rematadamente benévola que no me entero de que me tratan con la punta de sus enormes pies.
" Que les den. Que les den a las hermanastras y a su puta madre, que le den al Hada Madrina, que en vez de llegar a solucionarme la vida por amor al arte podría haberme dado caña a tiempo para que aprendiera a defenderme. Que le den a mi padre, que podría haber sido menos calzonazos. Que le den al príncipe, que no me habría mirado a la cara si no llego a estar vestida como una barbie medieval. Y que me den a mí, que llevo toda la vida esperando que alguien solucione mis problemas, sin hacer nada por ellos. Que nos den a todos, pero a mí menos, que ya estoy haciendo algo.
El príncipe llegó a su casa al día siguiente, pero ella ya se había ido. Se pasó dos días llorando y al que hizo tres celebró otro baile para quitarse las penas y se acabó casando con otra con las tetas más grandes y los pies más pequeños. Claro que resultó ser una de las hermanastras, que había contratado a la recién despedida Hada Madrina.

sábado, 9 de abril de 2011

Fragmento

Conejo con tomate. Llevaba al menos cuatro meses sin comer conejo con tomate, y a uno de esos cocineros de la tele le había dado por hacer algo parecido, pero mucho más sofisticado. Daba igual, ella quería conejo con tomate. La buena señora, con sus 72 años a las espaldas, había pasado demasiada hambre de joven como para privarse ahora de pequeños placeres culinarios. Y eso incluía el conejo con tomate. Se imaginó a sí misma cocinándolo, y posteriormente degustándolo con patatas fritas cortadas muy pequeñitas, como le gustaban a su difunto marido, todo acompañado de una copa de tinto con gaseosa.
Echó algo más que una mirada al almanaque de la Virgen del Carmen que había colgado en la pared del salón. Tardó un rato en situarse.
-A ver... hoy es sábado... y ya está todo cerrado. Mañana también. El lunes podría pasarme por la carnicería de la Trini y...no. El lunes es fiesta. Ya no sería hasta el martes. Pero para eso todavía falta. ¿Tendrá mi Victoria un conejo en el congelador?

-¡Teléfono!- Victoria en el sofá, impasible y decidida a no repetir su aviso, soltó un discreto eructo y pensó:
-Se le debería poder bajar el volumen con el mando de la tele.
Después de seis tonos, silencio.
Después de seis segundos, otra vez.
-Joder- murmuró-. ¡Teléfono!
Secuencia repetida. Seis tonos, seis segundos.
-¡¡¡Te-lé-fo-noooo!!!- la posibilidad de levantarse no existía.
La abuela, en casa, no se rindió. No era su estilo. Pero decidió darse una tregua y picotear algo. Fue a la cocina, miró el frigorífico y todos los armarios con docenas de botes pulcramente ordenados y que sólo estaban ahí por costumbre.
No le apetecía nada.
Después de diez minutos abriendo y cerrando todos los armarios en el orden preestablecido en su infancia, es decir, de derecha a izquierda y de arriba abajo, como si fuera una japonesa leyendo, llegó a la conclusión de que no le apetecía nada. Lo que ella quería era conejo con tomate, patatas fritas picadas muy finitas y un tinto con gaseosa. Volvió a llamar.
-¡Teléf...!
-¡Yo lo cojo!- Helena acababa de salir del baño, tras ducharse, depilarse, ponerse mascarillas y cremas y exfoliarse el cuerpo entero, como buena niña mona con idea de ser una adulta atractiva y con el posible futuro de anciana con la cara estirada como la piel de un tambor.
-Helenita, ¿está mamá?
La precaución del padre de las niñas de poner un teléfono inalámbrico había eliminado el derecho de Victoria de decir:
-Pregúntale qué quiere.
Así que su hija le pasó el teléfono y se fue con cara de contrariada porque no preguntaban por ella.
-¿Qué pasa, mamá?- Victoria siempre se había negado a llamar “abuela” a su madre. Pensaba que si la palabra “mamá” desaparecía de su vocabulario se quedaría definitivamente huérfana.
-Nena, ¿tú no tendrás un conejo congelado?
-No, ¿por qué?
-Hija, porque se me ha apetecido comer conejo con tomate, y tengo todos los ingredientes, menos el conejo.
-Pues que va... No tengo.
El marido de Victoria entró por la puerta al tiempo que ella colgaba con desgana.
-¿Quién era?
-Mi madre. Que quiere comer conejo y me ha preguntado si tengo.
El marido de Victoria se ahorró el chiste fácil, porque la imagen que implicaba le daba bastante asco.
La abuela seguía teniendo ganas de conejo con tomate. Escarlata, la gatita persa, pasó junto a ella, no se frotó contra sus piernas reclamando atención como los gatos normales, y se fue a tumbarse en el sofá para ignorar a gusto a su dueña, como siempre.



La abuela entró por la puerta sin arrollar a nadie, masculló un escueto “hola” y se sentó en una silla. Estuvo diez minutos mirando la tele y no contó ningún cotilleo. “Está bien”, pensó Victoria, “picaré”.
-¿Qué te pasa, mamá?
-Nada- Victoria nunca insistía. Es más, Victoria realmente casi nunca preguntaba. En esta ocasión, su pregunta estaba dirigida a que su madre se pusiera a largar, aunque fuera para contarle penas, para que todo volviera a la normalidad. Las cosas que suceden como siempre consumen menos energía que los cambios.
Tensión.
Victoria tuvo que modificar su costumbre.
-Venga ya, mamá. ¿Qué te pasa?
Y la abuela se echó a llorar. Victoria no pensó que se debería haber callado, pero ver a su madre llorando le resultaba violento.
-La casa está muy sola. Y todo callado...
Victoria se incorporó y se quedó sentada, lo cual ya era bastante para ella.
-Pero, mujer... Cuando te sientas sola, ven.
Siguió llorando sin decir nada más. Victoria se sentó en una silla, frente a su madre. No sabía lo que hacer. Llevaba toda la vida escuchándola contar sus penas, pero, exceptuando la semana posterior a la muerte de su padre, nunca la había visto llorar. Al menos, no así.
-Por mi culpa- sollozó.
Le costó un rato, pero se acabó calmando un poco.
-Quería conejo con tomate- justo cuando acabó de decirlo, su hija se dio cuenta de que llevaba un par de días sin ver a su adorada Escarlata.

jueves, 24 de marzo de 2011

Del 2008

-No podemos darles de comer a todos los moros…- Francis no entendía por qué sólo hablaba de los Moros, y no de los Canelos ni de los Dinos.
-…que quieren trabajar. Sí, claro. Mucho trabajo, mucho trabajo, pero luego bien que piden cuando no trabajan…- Francis pensó en los policías y en los pastores.
-…que no vengan pidiendo! Que nos quieren quitar nuestra tierra! Si es que es verdad lo de que “ de la calle vendrán y de tu casa te echarán”- Francis recordó cuando le cortaron un cacho de su cuarto de jugar de la casa de los abuelos para hacerle un sitio al Moro. Pero él no se enfadó.
-… y haciendo cosas raras. ¡Luego nos dirán que hagamos lo mismo que ellos!- Francis pensó en la vez que el Moro se había metido en la alberca del abuelo y cuando salió se sacudió junto a él y lo mojó.
El papá de Francis siguió soltando su perorrata hasta que llegaron a la puerta del colegio. Papá se bajó del coche y desabrochó el cinturón de la silla de Francis. El niño se bajó de un salto y le dio la mano a su papá, acercándolo orgulloso a la puerta. Era la primera vez que el papá de Francis llevaba a su hijo al cole, y el niño estaba muy contento, porque por fin podría presentárselo a sus amiguitos y a su seño. Y sobre todo a sus novias.
Sólo tenía dos. Para un niño de cuatro años, tener dos novias no es mucho. Pero a él le bastaba. Y sus novias eran muy guapas. Sobre todo Sara, que era su novia favorita.
El papá de Francis le había oído hablar de Sara y Aurori, y tenía mucha curiosidad por ver a sus dos pequeñas nueras. Aurori se escondió tras la maestra nada más verle, pero Sara se dirigió a su hijo y le dio un abrazo y un beso de buenos días. Y después le preguntó que fruta traía, porque los miércoles era el día de la fruta en el cole.
El papá de Francis miró a la niña, que le devolvió la mirada con sus ojos negros. Sus evidentes rasgos árabes, que habían pasado totalmente desapercibidos tanto a su hijo como al resto de los niños, se estiraron en una sonrisa de niña extrovertida que no se da cuenta de que la miran mal, acercándose a él para decir:
-¡Hola, papá de Fracis!

jueves, 24 de febrero de 2011

La musa

-Habla.
No lloraba. No gemía. Por supuesto, no pedía clemencia.
-Habla.
El dormitorio en el que se encontraban, en el que habían celebrado la vida tantas veces, parecía menos luminoso que de costumbre. Se acababa el verano, y los primeros días nublados hacían que todo el mundo se encontrara algo más cansado, aunque fuera un alivio que todos los años llegara el otoño y diera un respiro a los sureños, agotados y asqueados ya del calor. Pronto empezarían a cansarse del frío, a añorar los días largos y luminosos. Se olvidarían de la piel pegajosa, del calor sofocante, de los mosquitos.
-Dime lo que quiero, y te dejaré en paz.
La habitación hubiese sido mucho más acogedora con algún tipo de decoración en las paredes, la que fuera. Pero era austera, como él siempre lo había sido. La cama llevaba meses sin hacerse, debajo se amontonaba la bola de pelusa de rigor, la ropa tirada por el suelo, papeles, libros apilados desordenadamente en la estantería y en un par de cajas sobre la mesita.
-Habla.
Atada a la silla, ella lo miraba como quien mira a un perro que intenta sorprenderte con los mismos trucos de siempre. Las muñecas empezaban a perder la primera capa de piel, la carne viva se iba intuyendo. Las piernas desnudas, amoratadas, apaleadas. La cara de ella no parecía corresponderse con el dolor que debían de estar sufriendo esas piernas. Y dijo:
-No.
El restallido de la fusta en la cara la hizo girar la cabeza, provocando que su largo pelo negro cruzara el aire, llenándolo todo del olor a ciruelas que la envolvía. Él se estremeció, recordando las veces que había enterrado la cara en ese olor y había aspirado a fondo, totalmente convencido de que cualquiera de sus problemas se resolverían sintiendo un abrazo perfumado de ciruelas. Ella, aún así, parecía tranquila.
Él ya lo sabía. Sólo que se le había olvidado. Sabía que ella vendría cuando quisiera, se iría cuando quisiera, y nunca daría explicaciones. Era parte de su encanto. Él sabía que no podría mantener una relación estable y segura, que no podría llamarla cuando le pareciera, que ella sería la que decidiera cómo, cuándo y dónde. Y al principio lo aceptó, se resignó a esperar sentado su compañía, sabedor de que podría no aparecer durante días.
Pero esta vez habían sido meses.
-¡Habla!
Ella sonrió levemente, como una mujer maltratada que, de repente, deja de amar a su marido y es consciente de que es más libre que nunca, aunque él la esté encañonando con una escopeta de caza. Puedes quitarme la vida, pero no puedes cambiar lo que siento.
-Héctor, no voy a hablar.
La desesperación hace crueles a los débiles. Y vuelve débiles a los fuertes. El puño quedó en el aire, en el sitio en el que un instante antes había estado la cara de ella. La chica cayó de espaldas, se golpeó la cabeza contra el suelo.
Él la levantó.
Ella lo miró, escupió sangre al suelo, girando la cabeza lo poco que su rígido cuello se lo permitió.
Habían sido felices juntos. Se conocían desde hacía años, siempre había existido un sentimiento mutuo. Aunque su relación tuvo altibajos. Al principio, ella era esquiva, imprevisible. Después se volvió más dulce, más dócil, más cariñosa. Acudía a las llamadas de él casi siempre, y acababan enganchados y felices, recordándose que no eran nada el uno sin el otro.
-Vivo por ti- los labios de ella temblaban ante la veracidad de sus propias palabras-. Vivo sólo gracias a ti.
-No, yo vivo por ti- si no hubiese sido por ella, él hacía tiempo que se habría tirado por un puente. O se habría ahorcado. O cualquiera de esas tentativas desesperadas de demostrar que uno tiene la última palabra cuando se trata de la propia vida. Ya que no puedo elegir cómo vivir, al menos nadie me dirá cuándo morir.
Después, a él se le había ido olvidando. Demasiado trabajo, decía. Cosas que hacer. O estaba demasiado cansado para ella. O no era un buen momento para demostrar nada, como cuando iban al garito de siempre y estaban con los amigos.
Se le estaba hinchando el ojo derecho, le sangraba la boca y se sentía muy mareada, no sabía si por el puñetazo, el golpe contra el suelo o simplemente la acumulación de demasiado rato de oscuridad, medias palabras y resentimiento en la voz de aquél a quien ya no amaba. Al menos, no tanto como antes.
-Ya no me quieres- dijo él.
Él mismo era consciente de que seguramente había empezado a dejar de quererlo en el justo momento en el que él demostró que sólo tendrían tiempo para ellos cuando él quisiera. Pero eso no le servía. Tenía deberes que atender, personas a las que cuidar si no quería quedarse solo.
Ella sólo lo miró. Ya no sonreía. Ni siquiera asintió. Tampoco dijo que no. Los hombros se empezaban a encoger debajo de la camisa de cuadros que ella llevaba puesta. Era de él. Ella solía ponérsela cuando estaba desnuda y quería taparse, pero no vestirse del todo. Era bonito, a él le gustaba. La encontraba muy guapa vestida un poco de él. Esa camisa siempre estaba a la vista para que ella pudiera ponérsela cuando venía, pero él no se la ponía nunca, porque eso hubiese supuesto que perdería su esencia de ella.
-Sabes que puedo estar así toda la noche- dijo él, en lo que pretendió que fuera una amenaza.
-Esa es una de las cosas que tenemos en común.