jueves, 24 de febrero de 2011

La musa

-Habla.
No lloraba. No gemía. Por supuesto, no pedía clemencia.
-Habla.
El dormitorio en el que se encontraban, en el que habían celebrado la vida tantas veces, parecía menos luminoso que de costumbre. Se acababa el verano, y los primeros días nublados hacían que todo el mundo se encontrara algo más cansado, aunque fuera un alivio que todos los años llegara el otoño y diera un respiro a los sureños, agotados y asqueados ya del calor. Pronto empezarían a cansarse del frío, a añorar los días largos y luminosos. Se olvidarían de la piel pegajosa, del calor sofocante, de los mosquitos.
-Dime lo que quiero, y te dejaré en paz.
La habitación hubiese sido mucho más acogedora con algún tipo de decoración en las paredes, la que fuera. Pero era austera, como él siempre lo había sido. La cama llevaba meses sin hacerse, debajo se amontonaba la bola de pelusa de rigor, la ropa tirada por el suelo, papeles, libros apilados desordenadamente en la estantería y en un par de cajas sobre la mesita.
-Habla.
Atada a la silla, ella lo miraba como quien mira a un perro que intenta sorprenderte con los mismos trucos de siempre. Las muñecas empezaban a perder la primera capa de piel, la carne viva se iba intuyendo. Las piernas desnudas, amoratadas, apaleadas. La cara de ella no parecía corresponderse con el dolor que debían de estar sufriendo esas piernas. Y dijo:
-No.
El restallido de la fusta en la cara la hizo girar la cabeza, provocando que su largo pelo negro cruzara el aire, llenándolo todo del olor a ciruelas que la envolvía. Él se estremeció, recordando las veces que había enterrado la cara en ese olor y había aspirado a fondo, totalmente convencido de que cualquiera de sus problemas se resolverían sintiendo un abrazo perfumado de ciruelas. Ella, aún así, parecía tranquila.
Él ya lo sabía. Sólo que se le había olvidado. Sabía que ella vendría cuando quisiera, se iría cuando quisiera, y nunca daría explicaciones. Era parte de su encanto. Él sabía que no podría mantener una relación estable y segura, que no podría llamarla cuando le pareciera, que ella sería la que decidiera cómo, cuándo y dónde. Y al principio lo aceptó, se resignó a esperar sentado su compañía, sabedor de que podría no aparecer durante días.
Pero esta vez habían sido meses.
-¡Habla!
Ella sonrió levemente, como una mujer maltratada que, de repente, deja de amar a su marido y es consciente de que es más libre que nunca, aunque él la esté encañonando con una escopeta de caza. Puedes quitarme la vida, pero no puedes cambiar lo que siento.
-Héctor, no voy a hablar.
La desesperación hace crueles a los débiles. Y vuelve débiles a los fuertes. El puño quedó en el aire, en el sitio en el que un instante antes había estado la cara de ella. La chica cayó de espaldas, se golpeó la cabeza contra el suelo.
Él la levantó.
Ella lo miró, escupió sangre al suelo, girando la cabeza lo poco que su rígido cuello se lo permitió.
Habían sido felices juntos. Se conocían desde hacía años, siempre había existido un sentimiento mutuo. Aunque su relación tuvo altibajos. Al principio, ella era esquiva, imprevisible. Después se volvió más dulce, más dócil, más cariñosa. Acudía a las llamadas de él casi siempre, y acababan enganchados y felices, recordándose que no eran nada el uno sin el otro.
-Vivo por ti- los labios de ella temblaban ante la veracidad de sus propias palabras-. Vivo sólo gracias a ti.
-No, yo vivo por ti- si no hubiese sido por ella, él hacía tiempo que se habría tirado por un puente. O se habría ahorcado. O cualquiera de esas tentativas desesperadas de demostrar que uno tiene la última palabra cuando se trata de la propia vida. Ya que no puedo elegir cómo vivir, al menos nadie me dirá cuándo morir.
Después, a él se le había ido olvidando. Demasiado trabajo, decía. Cosas que hacer. O estaba demasiado cansado para ella. O no era un buen momento para demostrar nada, como cuando iban al garito de siempre y estaban con los amigos.
Se le estaba hinchando el ojo derecho, le sangraba la boca y se sentía muy mareada, no sabía si por el puñetazo, el golpe contra el suelo o simplemente la acumulación de demasiado rato de oscuridad, medias palabras y resentimiento en la voz de aquél a quien ya no amaba. Al menos, no tanto como antes.
-Ya no me quieres- dijo él.
Él mismo era consciente de que seguramente había empezado a dejar de quererlo en el justo momento en el que él demostró que sólo tendrían tiempo para ellos cuando él quisiera. Pero eso no le servía. Tenía deberes que atender, personas a las que cuidar si no quería quedarse solo.
Ella sólo lo miró. Ya no sonreía. Ni siquiera asintió. Tampoco dijo que no. Los hombros se empezaban a encoger debajo de la camisa de cuadros que ella llevaba puesta. Era de él. Ella solía ponérsela cuando estaba desnuda y quería taparse, pero no vestirse del todo. Era bonito, a él le gustaba. La encontraba muy guapa vestida un poco de él. Esa camisa siempre estaba a la vista para que ella pudiera ponérsela cuando venía, pero él no se la ponía nunca, porque eso hubiese supuesto que perdería su esencia de ella.
-Sabes que puedo estar así toda la noche- dijo él, en lo que pretendió que fuera una amenaza.
-Esa es una de las cosas que tenemos en común.

No hay comentarios:

Publicar un comentario