sábado, 9 de abril de 2011

Fragmento

Conejo con tomate. Llevaba al menos cuatro meses sin comer conejo con tomate, y a uno de esos cocineros de la tele le había dado por hacer algo parecido, pero mucho más sofisticado. Daba igual, ella quería conejo con tomate. La buena señora, con sus 72 años a las espaldas, había pasado demasiada hambre de joven como para privarse ahora de pequeños placeres culinarios. Y eso incluía el conejo con tomate. Se imaginó a sí misma cocinándolo, y posteriormente degustándolo con patatas fritas cortadas muy pequeñitas, como le gustaban a su difunto marido, todo acompañado de una copa de tinto con gaseosa.
Echó algo más que una mirada al almanaque de la Virgen del Carmen que había colgado en la pared del salón. Tardó un rato en situarse.
-A ver... hoy es sábado... y ya está todo cerrado. Mañana también. El lunes podría pasarme por la carnicería de la Trini y...no. El lunes es fiesta. Ya no sería hasta el martes. Pero para eso todavía falta. ¿Tendrá mi Victoria un conejo en el congelador?

-¡Teléfono!- Victoria en el sofá, impasible y decidida a no repetir su aviso, soltó un discreto eructo y pensó:
-Se le debería poder bajar el volumen con el mando de la tele.
Después de seis tonos, silencio.
Después de seis segundos, otra vez.
-Joder- murmuró-. ¡Teléfono!
Secuencia repetida. Seis tonos, seis segundos.
-¡¡¡Te-lé-fo-noooo!!!- la posibilidad de levantarse no existía.
La abuela, en casa, no se rindió. No era su estilo. Pero decidió darse una tregua y picotear algo. Fue a la cocina, miró el frigorífico y todos los armarios con docenas de botes pulcramente ordenados y que sólo estaban ahí por costumbre.
No le apetecía nada.
Después de diez minutos abriendo y cerrando todos los armarios en el orden preestablecido en su infancia, es decir, de derecha a izquierda y de arriba abajo, como si fuera una japonesa leyendo, llegó a la conclusión de que no le apetecía nada. Lo que ella quería era conejo con tomate, patatas fritas picadas muy finitas y un tinto con gaseosa. Volvió a llamar.
-¡Teléf...!
-¡Yo lo cojo!- Helena acababa de salir del baño, tras ducharse, depilarse, ponerse mascarillas y cremas y exfoliarse el cuerpo entero, como buena niña mona con idea de ser una adulta atractiva y con el posible futuro de anciana con la cara estirada como la piel de un tambor.
-Helenita, ¿está mamá?
La precaución del padre de las niñas de poner un teléfono inalámbrico había eliminado el derecho de Victoria de decir:
-Pregúntale qué quiere.
Así que su hija le pasó el teléfono y se fue con cara de contrariada porque no preguntaban por ella.
-¿Qué pasa, mamá?- Victoria siempre se había negado a llamar “abuela” a su madre. Pensaba que si la palabra “mamá” desaparecía de su vocabulario se quedaría definitivamente huérfana.
-Nena, ¿tú no tendrás un conejo congelado?
-No, ¿por qué?
-Hija, porque se me ha apetecido comer conejo con tomate, y tengo todos los ingredientes, menos el conejo.
-Pues que va... No tengo.
El marido de Victoria entró por la puerta al tiempo que ella colgaba con desgana.
-¿Quién era?
-Mi madre. Que quiere comer conejo y me ha preguntado si tengo.
El marido de Victoria se ahorró el chiste fácil, porque la imagen que implicaba le daba bastante asco.
La abuela seguía teniendo ganas de conejo con tomate. Escarlata, la gatita persa, pasó junto a ella, no se frotó contra sus piernas reclamando atención como los gatos normales, y se fue a tumbarse en el sofá para ignorar a gusto a su dueña, como siempre.



La abuela entró por la puerta sin arrollar a nadie, masculló un escueto “hola” y se sentó en una silla. Estuvo diez minutos mirando la tele y no contó ningún cotilleo. “Está bien”, pensó Victoria, “picaré”.
-¿Qué te pasa, mamá?
-Nada- Victoria nunca insistía. Es más, Victoria realmente casi nunca preguntaba. En esta ocasión, su pregunta estaba dirigida a que su madre se pusiera a largar, aunque fuera para contarle penas, para que todo volviera a la normalidad. Las cosas que suceden como siempre consumen menos energía que los cambios.
Tensión.
Victoria tuvo que modificar su costumbre.
-Venga ya, mamá. ¿Qué te pasa?
Y la abuela se echó a llorar. Victoria no pensó que se debería haber callado, pero ver a su madre llorando le resultaba violento.
-La casa está muy sola. Y todo callado...
Victoria se incorporó y se quedó sentada, lo cual ya era bastante para ella.
-Pero, mujer... Cuando te sientas sola, ven.
Siguió llorando sin decir nada más. Victoria se sentó en una silla, frente a su madre. No sabía lo que hacer. Llevaba toda la vida escuchándola contar sus penas, pero, exceptuando la semana posterior a la muerte de su padre, nunca la había visto llorar. Al menos, no así.
-Por mi culpa- sollozó.
Le costó un rato, pero se acabó calmando un poco.
-Quería conejo con tomate- justo cuando acabó de decirlo, su hija se dio cuenta de que llevaba un par de días sin ver a su adorada Escarlata.

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