jueves, 28 de febrero de 2013

Fragmento

Victoria, 48 años, se acomodó en el sofá, se ahuecó con las manos uno de los cojines de flores que tenía en la cabeza y dijo, por enésima vez:
-Jmmm... Su madre seguía hablando de la cantidad de leche que había que poner a un bizcocho de limón o algo así, mientras batía los ingredientes en una fuente de cristal que hacía demasiado ruido al ser golpeada con las varillas del batidor.
-Tiene que quedar así. Si lo dejas más espeso, no sale bueno. Y si lo dejas más clarillo, tampoco. ¿Ves, Victoria? Victoria. Vicky. Nena. ¡Victoria!
-Jmmm... ¿eh?
-¿Ves? Así. Si le pones un poquito de nata sale con un punto especial, pero no se lo voy a poner porque a la niña no le gusta.
La abuela tenía tendencia a inventarse las cosas. Realmente, Helena nunca había probado el bizcocho de limón hecho con nata en la masa, pero la abuela un día decidió decir que se podía hacer así pero que a Helena no le gustaba. Helena había esta aseveración desde que era pequeña, así que lo asumió y no se paró a pensar que no lo había probado.
-Niña, mira. Niña... mira. Ya está. Lo voy a meter en el horno.
Victoria quería que su madre se fuera de vacaciones o algo. Que la dejara en paz. Nunca discutían, tampoco había mucho por lo que discutir. Si la abuela quería ponerle nata, lo haría. Si no quería, no se la pondría. Nada más. Nunca pasaba nada que supusiera una discusión porque nunca hablaban de nada importante. Victoria había aprendido a dejar a su madre pensar lo que quisiera.
La abuela tenía un poder bastante oculto. Aunque apenas se notara, todo cuanto se hacía en esa casa estaba sutilmente controlado por la buena señora. Ella decidía los horarios de las comidas, daba el visto bueno a la ropa y controlaba la mayoría de las actividades. Hacía la lista de la compra y se ofrecía a ir a pagar las facturas, preguntaba a sus nietas que dónde iban cuando salían y, según la cara y el tipo de mentira, sabía qué iban a hacer en realidad. Con Helena, sobre todo, era bastante fácil. Si decía que iba a hacer un trabajo de clase, es que iba a salir con sus amigas. Si decía que iba a salir con sus amigas, es que iba a quedar con algún chico. La abuela ya tenía más que fichado a Juanan, el novio, pero no se lo había dicho a Helena porque quería darle la oportunidad de decírselo por ella misma. Aunque en cuanto se lo dijera, ella le diría que ya lo sabía y le contaría todos los antecedentes familiares del chaval. Y, por supuesto, le diría que tuviera cuidado y le soltaría un sermón sobre lo oportuno de llegar virgen al matrimonio, pero siempre hablando a base de eufemismos. De todas formas, la abuela estaba contenta con Juanan porque procedía de buena familia, aunque nunca hubiera hablado con él.
-Hija, da igual. Da igual que no haya hablado con el muchacho, pero conozco al padre. Muy diferentes no pueden ser.
Victoria se molestó en girarse para mirar a su madre, incrédula ante lo que acababa de oír.
-¿Tú crees que todos los hijos se parecen a los padres?
-Más o menos, sí.
Victoria resopló y volvió a girarse, para estar enfrentada como siempre con su televisor mientras que su madre seguía relatando.
-Ya está. Esta noche tendremos bizcocho de postre- Escarlata hizo algo lo más parecido a un salto que su obeso y perezoso cuerpo le permitía, le dio un par de zarpazos a una bola de pelusa que se paseaba por el suelo y después rascó un poco el cristal del balcón, indicando que quería salir a tomar el sol.
-Qué lista que es…- la abuela le abrió para que la persa calentara su lomo gatuno y mirara al barrio con cara de todos-me-dais-igual, mientras esa que se creía su dueña alababa por tercera vez en la tarde su supuesta inteligencia.
La abuela se había quedado viuda cuando Victoria era pequeña. Tanto que apenas recordaba a su padre. Sólo le venían a la memoria de vez en cuando una reminiscencia paterna cuando comía ciertas cosas o cuando olía ciertos olores. No lo echaba de menos. No había nada que echar de menos.
La abuela a veces lo recordaba, pero no es que lo extrañara. Pasó algún tiempo llorando, hasta que se dio cuenta de que, en realidad, no había nada por lo que llorar. El padre de Victoria no era una persona memorable, realmente. No era cariñoso. Tampoco es que fuera seco. Se limitaba a ser correcto. Nunca hablaba mal. Tampoco tenía palabras dulces, ni de ánimo para nadie. Sólo estaba allí, trabajaba mucho, llegaba cansado, comía en silencio, le hacía el amor a su mujer puntualmente el segundo y el tercer sábado de cada mes, sólo por la noche, y sin darle demasiadas vueltas. Eyaculaba pronto, se limpiaba el pene, se subía el pantalón del pijama, se daba la vuelta, daba las buenas noches y se dormía. Cazaba un domingo de cada mes, no pescaba nunca, veía corridas de toros en blanco y negro en la tele, no le gustaba el dominó, prefería el fino al tinto y un día le dio un infarto y se murió. Y ya está. Mucha gente fue a su entierro porque era lo que se esperaba, y su mujer se puso muy triste porque se suponía que era lo que tenía que hacer.
-Tú te pareces a tu padre.
Victoria no sabía cómo sentirse al respecto. Así que decidió no sentir nada. Y cambiar el canal, hasta encontrar otro con anuncios, mientras esperaba que empezara la típica telenovela sudamericana cargada de amores imposibles y de personajes con nombres aún más imposibles.
-Y Valle se parece a ti- murmuró. Lo suficientemente bajo como para que su madre no se enterara.
-¿Qué?
-Nada. Que sí, que me pareceré.
Valle era la hermana pequeña de Victoria. La que fingió que había viajado a China cuando en realidad estaba prostituyéndose a 200 kilómetros de la casa de sus padres. Valle había sido una niña tranquila, había aprendido a hablar y a caminar pronto, había llegado a la conclusión de que los adultos mienten mucho antes que las demás niñas de su edad y había actuado al respecto devolviéndoles el favor. Y eso sentó tan mal a los adultos que empezaron a recordarle cada día lo mala que era.
Unos años después, le dijo a su madre que había encontrado un trabajo y empezó a meterse en la boca toda la carne en barra de los chavales del poblado de al lado, que venían de vez en cuando a beber y a pelearse con los del pueblo. Sólo en la boca. Quería llegar virgen al matrimonio, aunque hubiera aprendido a distinguir quiénes se medicaban, quiénes se drogaban y con qué, sólo por el sabor del semen.
Un día cualquiera uno de los chavales le preguntó si no le gustaría probar algo que no hubiera sido procesado por ningún organismo. Él sólo quería ser simpático, pero no tuvo muy en cuenta que podía estar metiéndola en un problema. Simplemente quería invitarla a algo que no fuera un cubata. Valle acabó perdiendo la virginidad y las esperanzas un par de años después, cuando se dio cuenta de que sólo chupándola no podía costearse todo lo que consumía. Asumió que su inocencia había muerto por completo el día que se dio cuenta de que nadie se la iba a sacar de la boca antes de correrse, se iba a tumbar junto a ella y la iba a besar despacito. Pero no vamos a contar con detalles esta historia. Sólo importa que Victoria se cansó de meterse en garitos de mala muerte para sacarle las pollas de la boca a su hermana, se cansó de prestarle dinero, se cansó de ser tratada como la madrastra del cuento, se cansó de seguirla, de decirle que lo dejara, de prestarle todo su apoyo, de engañar a su madre para que no la pillara, y de ser engañada.
Victoria sacó algo de todo esto. Aprendió a mentir. Y a disimular. Y a fingir que nada le importaba. La Victoria empotrada en el sofá preguntó:
-¿Le vas a poner chocolate por encima?

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